Jamás habría pensado que el desenlace del camino fuese junto a ti, tumbados en una cama al borde del fin del mundo. Seguir a partir de este punto sería traicionarte, abandonarte aquí sería desertar las posibilidades románticas que tenía este pequeño amor esperanzado en partir a lo largo de una ciudad demasiado muerta en busca de algo de vida y sólo hallar derrota. Derrota que escapaba despedida por cada uno de los agujeros de bala que provocaban los fascistas en aquellos que no ocupaban los mismos ideales de dominio.
Nosotros que bajo el yugo de aquella voz aguda sentíamos verdadero miedo. Nosotros que sentíamos el horror de los gritos de aquellos como nosotros que decidían morir con la cabeza alta antes que arrodillados. Nosotros que éramos tontos y jóvenes, yo que intentaba ser un poeta sin versos y tú un hombre de entendimiento.
Ahora veo tu cadáver ahí, dulcemente reclinado sobre la paja y la piel de vaca disecada que aún huele a podrido. Eduardo, mi Eduardo, mi dulce niño con orgullo de cien hombres, hemos perdido la guerra. Yo he perdido, pero pudiera haber vencido.
Hoy te he besado, Eduardo. Por vez primera te he besado. Casi olvido mis labios de no usarlos, qué terrible desdicha, ¡estabas tan frío!
Me muero, Eduardo y siento que te he fallado. Cómo olvidar a Góngora y a Garcilaso cuando lo único que me quedaba para velarte era poesía. La derrota causa olvido, Eduardo y tú has muerto buscando victoria pero yo... yo moriré derrotado.