Soltó un suspiro. Estaba tranquilo, profundamente ensimismado en los ojos que se hayaban justo al otro lado del gran campo de césped verde. No sonreía, porque ese hombre al que miraba pocas veces solía hacerlo. Pero si que le enviaba, aún si no se daba cuenta, una profunda y cálida mirada de amor. Su corazón estaba cargado de confusos sentimientos dirigidos hacia el rubio de ojos azulinos.
Siempre había sido así, de alguna manera. Cuando vivía en la casa del bondadoso pero estricto Austria, lo días era tan monotonos que parecían hecho a ordenador con un cutre programa de informática. Sin embargo, algo o mejor aún dicho, alguien, hizo de esos días unos alegres y diferentes momentos. Empezó así, cuando de casualidad un día limpiaba los trastos viejos del desván de aquel señor. No le importaba limpiar y de hecho, sabía que no era una tarea tan dura como cualquier otra que su lejano hermano pudiera estar desempeñando. Limpiaba gustoso, hasta que entonces, encontró a un chico sentado sobre el frío suelo, este, portaba una hermosa capa de seda negra y sus cabellos rubios hacían brillar los ojos celestes que yacian justo debajos de los mechones dorados.
No dio importancia a nada de lo que estuviera haciendo, salió inmediatamente de aquel lugar. Tampoco quería molestar y por aquella razón dejó dicha zona sin limpiar. Grata fue la sorpresa de que aquel pequeño detalle no había hecho ni pizca de gracia al señor de la casa que con maldad y para nada de remordimientos pisó su verde vestido con sus botas enegrecidas por el tiempo. No lloró, solo quizás...un poco.
El señor Austria le dijo que aquel chico era el santisimo Sacro imperio romano, que le dedicase algunos rezos para que se volviese una nación muy fuerte. Fue cuando comenzó a repentinamente hablar con él que se dió cuenta de lo tímido que era para ser alguien tan poderoso. Aquello le causo gracia, también aprecio y sobre todos los sentimientos uno más fugaz y efímero que no sabía a qué se debía ni tampoco, como se hacía llamar.
Le dedicó a Sacro imperio sus mejores sonrisas, sus mejores dibujos y también algún que otro rezo. Pasó algun tiempo, no demasiado y por saberlo no se entristeció. El hermano España ya le había dicho cuán duro era ser un país, él mismo lo había contemplado en sus propias carnes. Sin embargo, no estuvo seguro del todo hasta que aquel chico, fue arrancado de sus brazos, se armó de una pesada espada y partió a luchar, por una causa tan idiota como lo era la alianza.
Estúpidos, estúpidos. Pensó. Solo un beso de despedida le dio. Él le ofreció su escoba, no un regalo tan bonito, como lo fue aquel roce de labios, pero algo que siempre desde que lo conoció, había estado con él.
Sacro Imperio era su persona más querida, a la que más añoraba... Después de todo, a la que amaba por encima de todas las cosas.
Así pasaron los siglos. El quince, dieciseis, diecisiete...Pero aquel muchacho del que una vez se enamoró –Pensaba- no había aparecido más. “Mentiroso” Retumbó en su cabeza. Una vez le prometió regresar, más sin embargo, jamás lo hizo. Por aquello mismo, se dedicó a ver pasar el tiempo tras la ventana cristalina que separaba su habitación del resto del mundo. Se estaba genial en aquel lugar, todo lucia siempre sin cambiar, con las mismas personas, la decoración que se mantenía intacta desde el primer momento.
Esperando por él...Esperando por la misma persona durante tiempo.
- - ¡Italia! Nunca me haces caso y terminas por dormirte en los entrenamientos...¿Italia?.-
Azul. Una luz cegadora inundó sus ojos y de repente, oscuridad. Recordaba aquel momento, estaba escondido de las fuerzas enemigas. Estaba aterrado, la guerra daba miedo. Todo dolía aún demasiado en su interior. De la nada escuchó pasos, pasos que le decian levemente que alguien se acercaba. Se hizo más menudo aún, se encogió todo lo que pudo y cuando a penas se sintió descubierto, habló.
- - ¡Uaaah! ¿Qué ganas con ver mis entrañas!? Soy el hada de los tomates no hay nada que pueda satisfacerte.-
Es cierto, huía de aquella persona. El descendiente de la Gran Germania. Nada más ni nada menos que Alemania. Estaba aterrado, miedo, miedo. Tenía miedo de ser atacado por aquella persona aterradora. Sin embargo, tras sus ruegos lamentables, sintió de igual manera como la caja, donde se escondia, era abierta. Lo primero que vio...El cielo.
- - ¿S-Sacro Imperio? – Susurró, parpadeó varias veces. Un chico se reflejó al otro lado de sus párpados. Le sonreía fugazmente, le dedicaba una hermosa sonrisa. Ofrecía su menuda mano huesuda. Se veía feliz.
- - ¡Maldición Italia! – Oh, ya lo recordaba. Había acudido para entrenar la nueva tactica con el Alemán, se impresionó. Si quiera recordaba el momento en el que se había quedado dormido. – ¿Estás bien? – No se hacía raro verle parado ahí sin decir otra cosa que no fuera el nombre de su nación. Vagueó, la vista le hizo una mala jugada. De nuevo, oscuridad.
- - ¡Italia!.-
Dolía. No su cuerpo, su corazón dolía. Tanto que parecía quebrarse. Los países no tienen corazón. Los países estaban destinados a cumplir las normas que le eran impuestas solo para protegerse de los enemigos, solo para sentirse completamente a salvo de la gente ajena a su pueblo. Pero, los países también podían amar. Él mismo se enamoró una vez. Hace mucho tiempo.
- - Uah, esas estrellas son tan lindas. – Admiraba un pequeño, el hermoso cielo que contemplaban sus ojos. Estaba oscuro, sin embargo, todo brillaba ahí arriba. Sintió alguien acercarse, pero se sentía cálido, tanto que estaba seguro con tan solo aquel extraño sentimiento de quien era aquella presencia. - ¿Qué haces?.- Y como sabía también, su cálida y aniñada voz no se hizo esperar. – Miro las estrellas. – Susurró él. Siempre en la historia de Italia habían grandes historiadores del cielo que conseguian muchas acreditaciones. - ¿Te gusta? – Era obvio, él era un buen Italiano. – ¡Me encanta!...Porque son lindas. – El cielo oscuro era realmente poderoso, desde aquel lugar aquellos astros se veían realmente bien. –¡ Si le pides un deseo a una estrella fugaz se hará realidad! – Era genial, el cielo tenía miles y miles de secretos. – Solo los niños creen eso. – Es cierto, ellos eran niños en ese entonces. No estaba mal creer de vez en cuando.
Se sentía cálido en aquel lugar, algo tapaba su cuerpo con mantas de terciopelo. Pudo aclarar su visión, aquel rubio estaba justo a un lado de la cama en la que yacía postrado. Una vez, no hace mucho...Pudo sentir el tipo de calidez que se apoya tiernamente en el pecho y a penas te deja respirar. Asfixiante...Doloroso.
- - Eh...Alemania. – Suspiró. Entornó los ojos de una manera en la que la visión de los celestes ojos del Aleman se veían perfectamente bien. - ¿Cuándo te enamoraste por primera vez? – Pareció sorprenderse por la tan repentina pregunta, sin embargo el Italiano se mantuvo firme, esperando una respuesta. – Realmente no puedo recordar nada del pasado... – Vaya...¿No se daba cuenta a caso de.. - ¿Qué hay de tí? – Lo importante que era...? – Yo...- Realmente, francamente... .
Sus ojos son exactamente del mismo color de los de aquel chico...Quizás algo más oscuros.
- - Recuerdo todo. No he olvidado nada. – Ser así era doloroso. No podía olvidar los momentos dolorosos, no podía deshecharlos simplemente como si fueran basura. Tenía que permanecer con ellos. – Tengo miedo de olvidar.-
Realmente...Tenía miedo de desaparecer.
- - Vamos, no digas bobadas. – Ahora veía la culpabilidad reflejada en los ojos que tanto amaba. – I..Italia - ¿Qué podía decir? No había nada que pudiera hacerle sentir mejor. Era torpe, respecto a los sentimientos, era realmente torpe. Sabía además que muy contradictorio. Amarle, a su manera. Pero al mismo tiempo odiarle por hacerle sentir de aquella manera. – Puedes recordar siempre esto. – Tembló, cada músculo de su cuerpo lo hizo, pero se sintió el más feliz del mundo al poder sentir al fin los finos y suaves labios del Italiano rozar los suyos propios. Acto seguido, se mostró tan rojo como uno de esos tomates que solía comer el hermano del poseedor de aquellos delicados labios.
Dubitó. Estaba...Confuso.
- A...Alemania. – Susurró y a penas pudo decir aquello, se lanzó a sus brazos. Abrazándole, mucho. Rodeando sus finos y delicados brazos entre la ancha espalda del Alemán. Sonriéndo, solo un poco. Conteniendo a la misma vez, las lágrimas que luchaban por no salir de sus ojos. Cristalinas y débiles. Justo como él. Al poco rato, este correspondió su abrazo, le dio otro beso. Más fugaz, más pasional. Profundo, jugueteando levemente con la lengua del de cabello cobrizo. Empujándolo a la cama de nuevo, sin darse ciertamente cuenta en el momento en el que ambos estaban de pie, justo frente a frente. Tumbados sobre el colchón, el alemán acariciaba las mejillas del Italiano con una de sus manos, con la otra luchaba por no perder la postura. Con sus lenguas, combatian por conseguir más terreno.
Algún tiempo. Si quiera se dieron cuenta cuando ya el Italiano no llevaba su camiseta ni tampoco sus pantalones o cuando el Alemán había perdido la chaqueta militar y solo llevaba una diminuta camisa de tirantas negras y un pantalón ajustado grisaceo. Se abrazaron, de nuevo. El más menudo habló, con una voz incluso más dulce de lo habitual. – Realmente me gustas Alemania...Siento que voy a derretirme. – Justo así, de aquella manera, rozándo sus cuerpos muy débilmente.
Besandose de nuevo, esta vez adquiriendo el rubio el total control sobre el otro y besando el huesudo cuello del pelirrojo, que sonrojado intentaba apartar la mirada. Pasando a rozar la oreja ajena con sus labios, a besar también dulcemente el curioso rizo del Italiano. - Nhh..A..Alemania - Suspiraba, porque eran eso, suspiros, lo que de sus labios salían sin control. Le amaba, a él...Al que una vez, pese a que sus recuerdos fueran inciertos, había sido.