- Back to Home »
- El canto de las cigarras.
Descansó la vista en algunas amapolas que yacían desperdigadas por el camino de vuelta a casa. Había sido un día largo y había tardado en llegar la noche lo suficiente, pues el verano había arribado con notables ganas de quedarse. Tenía los ojos desperdigados en el paisaje que se sucedía al ritmo de sus pedales, despacio o rápido, lento o precipitado. Admiraba como no cambiaba ni un ápice a su paso. Escuchaba con no demasiada atención el ruido de los grillos y las cigarras entre los arbustos a ambos lados del camino. Hacía un calor infernal.
¡Era verano! Después de todo, tocaba aquello, y sin duda había llegado tan rápido y siendo tan esperado que le había parecido que nunca había sido invierno. Es extraño, porque aquel año habían habido muchas lluvias y temporales, pero se sentía como si no fuera capaz de recordarlo. Echó un poco vista atrás y se observó a si mismo anhelando el invierno de vuelta. Aunque, su estación favorita, para ser francos era el otoño. Le había parecido siempre, pese a opiniones contrariadas, una estación maravillosa y también increíblemente hermosa.
Le gustaba pasar por su patio a ver las rosaledas y los árboles caducas quedarse desnudos y agitarse bajo el manto del invierno que entraba de puntillas; como el ligue de una noche que sale de tu cama y te deja desnudo nada más sale el día, y tú, te quedas dormido. Para ser sinceros, él era un hombre de pocas palabras, pero le encantaba observar las cosas. Jamás se arrepentiría de quedarse callado sin dirigir palabra a nadie por ser capaz de observar tan bien cosas maravillosas. Tampoco le echaría para atrás la consciencia de ser aquel motivo de no tener demasiados amigos. Así que, pedaleaba con la fuerza que le daba su cuerpo. No hacía mucho que se había empezado a dedicar a ello y quizá había tardado mucho en hacerlo, para ponerse justo en aquella estación, con toda la calor y justo cuando el Sol está más algo. Tampoco estaba en forma, no lo suficiente y se cansaba con mucha frecuencia.
Norman cerró los ojos y paró el vehículo de dos ruedas con sus pies, haciendo ruido y llevándose piedrecillas por delante, hasta que se quedó completamente sin ningún movimiento aparente. Se levantó del sillín, tumbó la bicicleta en el suelo y tomó una larga y tranquila calada de oxígeno. A veces, uno debía disfrutar del placer que provocaba estar solo.