Bajo la funcionalidad absurda de la desesperación y el orden
del desorden que nos une. Bajo las estrellas brillantes y nocturnas,
palpitantes que el cielo omnisciente detiene. Sobre tu mirada, sobre las
sonrisas y los gestos. Sin ceder ante el posible encuentro que seguramente no
se de; nos olvidamos.
Inclino la mirada y dejo de observarte y pese a todo aún soy capaz de recordar
aquel día como si fuera ayer, el vago e irreconocible anhelo de aquella
sensación que causaste en mí. Te conocí en un día frío y nuboso, el cielo de
aquella ciudad rezumaba soledad, ya que por aquel entonces aún no conocía el
relato de nuestro próximo amor, se bañaba con el sentir agrio de ver pasar el
tiempo siempre con el mismo color perlado y marchito. Quizá porque te conocí un
día frío y nuboso fue que me enamoré de la sonrisa torcida y triste que se
desdibujaba de a poco en tu rostro. De esos labios fruncidos, secos y de
apariencia melocotonera, de aquellas cejas arrugadas, finas y tan oscuras como
el resto de tu cabello enmarañado. De aquellos ojos diamantinos, bicolores y
hermosos, que llamaban espectacularmente la atención con aquel brillo de un
recuerdo de alguien que aún todavía no había dejado de soñar, pero que se
hallaba desencantado del propio encanto de esto. Orbes pequeños y entrecerrados
y pese a todo vivaces y atentos, cubiertos cuidadosamente por una mata de pelo
curvado de un color tan opaco como la más oscura de las tinieblas. El vago
recuerdo de cómo debía verse tu cara entonces, hace que algo dentro de mí se
revuelva. Mas sin embargo, soy capaz de recoger pedazo a pedazo aquel mismo
temple que tú, con orgullo de capa caída, llevabas entre tus manos con el miedo
a ser olvidado. Robusta y siniestra apariencia, de tez semejante a la nieve
recién caída, fría y pálida como un muerto. Amor, ¿Qué era el amor para un niño que a la
edad de doce años se hacía esa pregunta? Puede que nunca lo supiese o quizás
sabía lo que era todo el tiempo, pero estoy seguro que en tus huesudas manos de
largos dedos y uñas mordisqueadas, pude encontrar una respuesta. Mi madre
siempre repitió una vez tras otra que no se ha de mirar la edad de una persona,
pues aquel sentimiento palpitante que ahora me ahogaba el pecho, no se hallaba
en esa parte de una existencia como la tuya o la mía. Por eso fue que me
enamoré a primera vista, de aquella vida vana.
Con petulante elegancia te colaste entre las rendijas de mi
vida. Pude saber para entonces que eras orgulloso como un ejército de Geishas,
cuales paseaban sus infinitas caderas con aquellos zancos de madera de bambú
con tal gracia imposible para un simple mortal. Honorable, sin embargo y fiel a
tus principios de hacer siempre lo que el corazón te dictase hacer. Aún hoy en
día y pese a sentir en mi difícil corazón de enervado sentimiento que he de
olvidarte como si jamás hubieras sido nada más que una visión y producto del
afán de amar que le corría demasiada prisa a un niño como yo era entonces, te evoco,
y puedo susurrar tranquilo esta noche oscura y solitaria mi retrato de mi amor
a primera vista.