1 Oct 2012



Bajo la funcionalidad absurda de la desesperación y el orden del desorden que nos une. Bajo las estrellas brillantes y nocturnas, palpitantes que el cielo omnisciente detiene. Sobre tu mirada, sobre las sonrisas y los gestos. Sin ceder ante el posible encuentro que seguramente no se de; nos olvidamos.

Inclino la mirada y dejo de observarte y pese a todo aún soy capaz de recordar aquel día como si fuera ayer, el vago e irreconocible anhelo de aquella sensación que causaste en mí. Te conocí en un día frío y nuboso, el cielo de aquella ciudad rezumaba soledad, ya que por aquel entonces aún no conocía el relato de nuestro próximo amor, se bañaba con el sentir agrio de ver pasar el tiempo siempre con el mismo color perlado y marchito. Quizá porque te conocí un día frío y nuboso fue que me enamoré de la sonrisa torcida y triste que se desdibujaba de a poco en tu rostro. De esos labios fruncidos, secos y de apariencia melocotonera, de aquellas cejas arrugadas, finas y tan oscuras como el resto de tu cabello enmarañado. De aquellos ojos diamantinos, bicolores y hermosos, que llamaban espectacularmente la atención con aquel brillo de un recuerdo de alguien que aún todavía no había dejado de soñar, pero que se hallaba desencantado del propio encanto de esto. Orbes pequeños y entrecerrados y pese a todo vivaces y atentos, cubiertos cuidadosamente por una mata de pelo curvado de un color tan opaco como la más oscura de las tinieblas. El vago recuerdo de cómo debía verse tu cara entonces, hace que algo dentro de mí se revuelva. Mas sin embargo, soy capaz de recoger pedazo a pedazo aquel mismo temple que tú, con orgullo de capa caída, llevabas entre tus manos con el miedo a ser olvidado. Robusta y siniestra apariencia, de tez semejante a la nieve recién caída, fría y pálida como un muerto.  Amor, ¿Qué era el amor para un niño que a la edad de doce años se hacía esa pregunta? Puede que nunca lo supiese o quizás sabía lo que era todo el tiempo, pero estoy seguro que en tus huesudas manos de largos dedos y uñas mordisqueadas, pude encontrar una respuesta. Mi madre siempre repitió una vez tras otra que no se ha de mirar la edad de una persona, pues aquel sentimiento palpitante que ahora me ahogaba el pecho, no se hallaba en esa parte de una existencia como la tuya o la mía. Por eso fue que me enamoré a primera vista, de aquella vida vana.

Con petulante elegancia te colaste entre las rendijas de mi vida. Pude saber para entonces que eras orgulloso como un ejército de Geishas, cuales paseaban sus infinitas caderas con aquellos zancos de madera de bambú con tal gracia imposible para un simple mortal. Honorable, sin embargo y fiel a tus principios de hacer siempre lo que el corazón te dictase hacer. Aún hoy en día y pese a sentir en mi difícil corazón de enervado sentimiento que he de olvidarte como si jamás hubieras sido nada más que una visión y producto del afán de amar que le corría demasiada prisa a un niño como yo era entonces, te evoco, y puedo susurrar tranquilo esta noche oscura y solitaria mi retrato de mi amor a primera vista. 

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