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- El encanto de la muerte
23 Jun 2011
La oscuridad no molestaba a Kenth.
Se pasó la mayor parte de su vida en la oscuridad y, lo que es más importante, infinidad de vidas en el más allá.
Una vida… bah.
Una vida… bah.
Los de sangre caliente se mueven en lapsos muy escasos.
Kenth apenas podía recordar sus primeros años en las Islas de la Sombra, contando con diligencia los días que pasaban, luego los meses, luego los años. Cuando las paredes interiores de su cueva no fueron más que una tormenta de líneas torcidas, dejó de llevar la cuenta. Contar los días de la muerte era tan absurdo como contar las respiraciones en la vida. Se preguntó, brevemente, cuántas vidas habría contado… Pero no era más que otro ejercicio inútil.
El canto de los grillos penetró en sus pensamientos. Era el tipo de sonido que, lentamente, te aparta de toda meditación y que, si te concentras en él, se convierte en una locura; más vidas a las que les va llegando la hora, buscando un propósito, como llamas bailando alrededor del carbón.
El olor de la tierra húmeda lo recibió como a un viejo amigo, expandiéndose a su alrededor. Kenth evaluó el entorno.
Estaba de pie, entre hileras de lápidas que se extendían en todas direcciones, sin fin visible. El aire estaba cargado de una intensa calma, tal y como caracterizaba a los lugares que unían la vida y la muerte. Era una cualidad que impregnaba cada centímetro de las Islas de la Sombra, aunque la vida hacía tiempo que había abandonado sus costas. En alguna ocasión, Kenth había pensado que esos jardines de muerte fresca eran como grumos atragantados en la garganta de la existencia, un lugar incómodo en el que se contemplaba el cruce.
Ahora, simplemente se preguntaba por qué había un cadáver allí.
El cuerpo estaba tirado en un carro, junto a una nueva tumba aún sin nombre. Los cadáveres no le molestaban, más bien al contrario. La perspectiva de acomodar almas a través de los muchos escalones de la muerte era una de las pocas emociones de las que podía disfrutar un enterrador de las Islas de la Sombra. Pero destacaba el hecho de que los cuerpos muertos rara vez se presentaban ellos mismos para su funeral.
Hubo una época en la que Kenth se hubiese cuestionado esto, en la que hubiese intentado identificar el cadáver, hablar con la familia, asegurarse del nombre y otras cuestiones pertinentes que se grababan en la lápida. Ahora, simplemente, metió la pala en la tierra, feliz de haber acabado con los fantasmas de la curiosidad.
Con cada palada, Kenth notaba cómo florecía en él un sentimiento de remordimiento. En cierto modo, estaba bajo su encantamiento. Las emociones eran el licor de los vivos. Cuando uno cumple su tercer o cuarto siglo como no muerto, el recuerdo de las emociones es ya tan borroso que uno se pregunta por qué debería molestarse en recordarlas. Es aquí donde tiene lugar la desconexión entre los de sangre caliente y los no muertos. Un enterrador tiene un programa que seguir y los sangre caliente están absurdamente vinculados a sus vidas, incluso a pesar de las décadas de preparación para lo inevitable. Es, a fin y al cabo, lo inevitable.
Kenth había intentado llegar a un acuerdo una o dos veces, enterrar a gente viva para que pudiesen saborear sus preciosas vidas hasta el último momento; pero el resultado era un dolor de cabeza el doble de grande y nadie apreciaba nunca sus esfuerzos.
Para cuando hubo cavado el agujero, la mente de Kenth se sumió en una sombría ilusión. Por razones que no podía comprender, este entierro significaba algo. Al mismo tiempo, deseó que durase para siempre y que se acabase lo antes posible.
La última opción parecía la más práctica. Empujó el cuerpo al hoyo, sin ceremonias, y luego bajó para doblarle los brazos y colocarlo de una manera más o menos digna. Había algo extrañamente familiar en el cadáver. De todas las caras que había enterrado, de aquella infinidad de caras, que a estas alturas ya le parecían todas iguales… ¿Por qué esta parecía diferente?
Salió del hoyo y lo miró por última vez. Llevaba siglos sin hacerse preguntas sobre la vida de uno de sus cadáveres, pero no podía evitar las sensación de trabajo incompleto que emanaba de este. Justo cuando se estaba preparando para echarle la tierra encima a la tumba, resbaló. La pala cayó en el hoyo.
Kenth no había soltado su pala… nunca. Asustado, saltó a por ella, pero resbaló de nuevo. La tierra que había amontonado junto a la tumba empezó a caer sola, una avalancha no provocada. Kenth intentó frenéticamente retenerla, pero la tierra pasaba a su alrededor sin problemas. Miró hacia abajo y, por fin, lo comprendió.
La pala descansaba sobre el cadáver, sujeta bajo sus brazos cruzados. La cara, esa cara que debería haber reconocido, era la suya propia. Era la cara de la inocencia, la esperanza y la tristeza. Era una cara al principio de su viaje, convencida de haber visto el final.
Y Kenth ni siquiera pudo reconocerla.
La tierra caía como un torrente, ya había tapado completamente el cuerpo y los últimos restos de la cara iban desapareciendo. Kenth se metió en el hoyo y empezó a sacar la tierra frenéticamente. Ese movimiento le era extraño; estaba completamente perdido sin su pala.
Cuando el ultimo trozo de tierra se detuvo, Kenth estaba enterrado hasta los hombros. Hasta donde le alcanzaba la memoria, nunca había sentido nada tan intenso, y mucho menos esa tristeza implacable.
“¿Por qué quieres desaparecer, Kenth?”.
Miró hacia arriba. Un hombre estaba de pie ante él, con una túnica, algún tipo de mago. La cara estaba oculta.
“¿Quién eres?”, preguntó Kenth.
“Trabajo para algunos peces gordos, eso es todo cuanto necesitas saber”.
“Ahora mismo no me importa. Quiero ese cuerpo”.
“El cuerpo no es real. Está sacado de tus recuerdos. Un espejismo. Normalmente, estaría de pie aquí, con la cara de alguien que antaño hubieses conocido, pero parece que has olvidado a todo el mundo”.
Kenth pensó sobre ello. Debía de ser verdad.
“¿Por qué quieres desaparecer?”, insistió el hombre.
“Quiero hacer… algo más. Quiero recordar… y ser recordado”. Kenth se sentía como si algo le estuviese moviendo la lengua. Había agua en su cara.
¿Qué es esto? ¿Qué está ocurriendo?
“Podemos ofrecerte esa oportunidad, Kenth, pero necesitamos saber algunas cosas sobre ti”. La voz nunca titubeaba.
“¿Sobre qué?”.
“Sobre de dónde vienes”.
“No lo recuerdo”.
“No hablo de tu lugar de nacimiento. Me refiero a las Islas de la Sombra”.
Kenth dejó que las palabras resonasen en el aire.
“Muy bien”.
“¿Es agradable desnudar la mente?”
El hombre había desaparecido antes de que Kenth pudiese contestar. Kenth se sentía muy solo, aunque en algún lugar de su consciencia, estaba emocionado.
Kenth apenas podía recordar sus primeros años en las Islas de la Sombra, contando con diligencia los días que pasaban, luego los meses, luego los años. Cuando las paredes interiores de su cueva no fueron más que una tormenta de líneas torcidas, dejó de llevar la cuenta. Contar los días de la muerte era tan absurdo como contar las respiraciones en la vida. Se preguntó, brevemente, cuántas vidas habría contado… Pero no era más que otro ejercicio inútil.
El canto de los grillos penetró en sus pensamientos. Era el tipo de sonido que, lentamente, te aparta de toda meditación y que, si te concentras en él, se convierte en una locura; más vidas a las que les va llegando la hora, buscando un propósito, como llamas bailando alrededor del carbón.
El olor de la tierra húmeda lo recibió como a un viejo amigo, expandiéndose a su alrededor. Kenth evaluó el entorno.
Estaba de pie, entre hileras de lápidas que se extendían en todas direcciones, sin fin visible. El aire estaba cargado de una intensa calma, tal y como caracterizaba a los lugares que unían la vida y la muerte. Era una cualidad que impregnaba cada centímetro de las Islas de la Sombra, aunque la vida hacía tiempo que había abandonado sus costas. En alguna ocasión, Kenth había pensado que esos jardines de muerte fresca eran como grumos atragantados en la garganta de la existencia, un lugar incómodo en el que se contemplaba el cruce.
Ahora, simplemente se preguntaba por qué había un cadáver allí.
El cuerpo estaba tirado en un carro, junto a una nueva tumba aún sin nombre. Los cadáveres no le molestaban, más bien al contrario. La perspectiva de acomodar almas a través de los muchos escalones de la muerte era una de las pocas emociones de las que podía disfrutar un enterrador de las Islas de la Sombra. Pero destacaba el hecho de que los cuerpos muertos rara vez se presentaban ellos mismos para su funeral.
Hubo una época en la que Kenth se hubiese cuestionado esto, en la que hubiese intentado identificar el cadáver, hablar con la familia, asegurarse del nombre y otras cuestiones pertinentes que se grababan en la lápida. Ahora, simplemente, metió la pala en la tierra, feliz de haber acabado con los fantasmas de la curiosidad.
Con cada palada, Kenth notaba cómo florecía en él un sentimiento de remordimiento. En cierto modo, estaba bajo su encantamiento. Las emociones eran el licor de los vivos. Cuando uno cumple su tercer o cuarto siglo como no muerto, el recuerdo de las emociones es ya tan borroso que uno se pregunta por qué debería molestarse en recordarlas. Es aquí donde tiene lugar la desconexión entre los de sangre caliente y los no muertos. Un enterrador tiene un programa que seguir y los sangre caliente están absurdamente vinculados a sus vidas, incluso a pesar de las décadas de preparación para lo inevitable. Es, a fin y al cabo, lo inevitable.
Kenth había intentado llegar a un acuerdo una o dos veces, enterrar a gente viva para que pudiesen saborear sus preciosas vidas hasta el último momento; pero el resultado era un dolor de cabeza el doble de grande y nadie apreciaba nunca sus esfuerzos.
Para cuando hubo cavado el agujero, la mente de Kenth se sumió en una sombría ilusión. Por razones que no podía comprender, este entierro significaba algo. Al mismo tiempo, deseó que durase para siempre y que se acabase lo antes posible.
La última opción parecía la más práctica. Empujó el cuerpo al hoyo, sin ceremonias, y luego bajó para doblarle los brazos y colocarlo de una manera más o menos digna. Había algo extrañamente familiar en el cadáver. De todas las caras que había enterrado, de aquella infinidad de caras, que a estas alturas ya le parecían todas iguales… ¿Por qué esta parecía diferente?
Salió del hoyo y lo miró por última vez. Llevaba siglos sin hacerse preguntas sobre la vida de uno de sus cadáveres, pero no podía evitar las sensación de trabajo incompleto que emanaba de este. Justo cuando se estaba preparando para echarle la tierra encima a la tumba, resbaló. La pala cayó en el hoyo.
Kenth no había soltado su pala… nunca. Asustado, saltó a por ella, pero resbaló de nuevo. La tierra que había amontonado junto a la tumba empezó a caer sola, una avalancha no provocada. Kenth intentó frenéticamente retenerla, pero la tierra pasaba a su alrededor sin problemas. Miró hacia abajo y, por fin, lo comprendió.
La pala descansaba sobre el cadáver, sujeta bajo sus brazos cruzados. La cara, esa cara que debería haber reconocido, era la suya propia. Era la cara de la inocencia, la esperanza y la tristeza. Era una cara al principio de su viaje, convencida de haber visto el final.
Y Kenth ni siquiera pudo reconocerla.
La tierra caía como un torrente, ya había tapado completamente el cuerpo y los últimos restos de la cara iban desapareciendo. Kenth se metió en el hoyo y empezó a sacar la tierra frenéticamente. Ese movimiento le era extraño; estaba completamente perdido sin su pala.
Cuando el ultimo trozo de tierra se detuvo, Kenth estaba enterrado hasta los hombros. Hasta donde le alcanzaba la memoria, nunca había sentido nada tan intenso, y mucho menos esa tristeza implacable.
“¿Por qué quieres desaparecer, Kenth?”.
Miró hacia arriba. Un hombre estaba de pie ante él, con una túnica, algún tipo de mago. La cara estaba oculta.
“¿Quién eres?”, preguntó Kenth.
“Trabajo para algunos peces gordos, eso es todo cuanto necesitas saber”.
“Ahora mismo no me importa. Quiero ese cuerpo”.
“El cuerpo no es real. Está sacado de tus recuerdos. Un espejismo. Normalmente, estaría de pie aquí, con la cara de alguien que antaño hubieses conocido, pero parece que has olvidado a todo el mundo”.
Kenth pensó sobre ello. Debía de ser verdad.
“¿Por qué quieres desaparecer?”, insistió el hombre.
“Quiero hacer… algo más. Quiero recordar… y ser recordado”. Kenth se sentía como si algo le estuviese moviendo la lengua. Había agua en su cara.
¿Qué es esto? ¿Qué está ocurriendo?
“Podemos ofrecerte esa oportunidad, Kenth, pero necesitamos saber algunas cosas sobre ti”. La voz nunca titubeaba.
“¿Sobre qué?”.
“Sobre de dónde vienes”.
“No lo recuerdo”.
“No hablo de tu lugar de nacimiento. Me refiero a las Islas de la Sombra”.
Kenth dejó que las palabras resonasen en el aire.
“Muy bien”.
“¿Es agradable desnudar la mente?”
El hombre había desaparecido antes de que Kenth pudiese contestar. Kenth se sentía muy solo, aunque en algún lugar de su consciencia, estaba emocionado.